Cuando observe la sonrisa de Santiago, un sentimiento inexplicable se apoderó de mí, no sé si fue felicidad, orgullo, incredulidad o el efecto de la represión en mis lágrimas.
Su expresión era sincera, tal vez la alegría más real que he visto en mucho tiempo.
En esa escena yo era, en gran parte, la responsable. Sí, yo con todo y mi drama matutino, mi recriminación al cosmos por su complot contra la felicidad y el odio desgarrador hacia los paraísos utópicos que suelo crear constantemente.
La misma que unas horas antes aseguró que la vida era injusta.
Es muy injusta, pensé en ese momento, cuando Santiago sonreía y confesaba estar nervioso. Injusta, pero no conmigo.
No sé su edad, nunca se la he preguntado, parece tener entre 55 y 60 años, tiene el cabello blanco y largo, manos arrugadas y ojos de color.
Cuando habla de los güeros no puedo evitar reír, los dos coincidimos en que no nos caen muy bien pero, a veces, son gente simpática. Son “banda”, dice Santiago, para él todos son banda.
En tan sólo dos breves entrevistas, Santiago me ha recordado varias cosas, detalles importantes que se me pierden entre la agenda diaria, las declaraciones oficiales y los eventos con horario fijo.
Frente a cada paso que doy hay una historia por contar, un suceso asombroso desconocido y miles de experiencias deliciosas olvidadas.
Las quiero todas, quiero escuchar, disfrutar, aprender, reír, llorar, viajar en cada palabra que escucho, en cada mirada que descubro y en cada logro que mis letras obtienen.
Me confieso aficionada de atesorar las historias increíbles, los pequeños detalles que no caben en dos mil caracteres diarios y que saturarían mis relatos de fantasía, cualidad prohibida para un periódico, pero no para mí.
Sé que detrás de la historia de Santiago y las consecuencias que han llegado a su vida, hay todavía una infinidad de anécdotas atrevidas, pero esas, definitivamente, prefiero guardarlas yo.
Esas se van a mi caja de recuerdos donde apilo las hojitas de colores con anotaciones y posdatas que dan forma a mi camino.
Yo me quedo, por ejemplo, con Don Chuy el escritor, el grandioso poeta y filosofo que leía a Nietzsche y disfrutaba a Neruda.
El que para todos era un vagabundo derramando lágrimas de alcohol frente a su hogar en cenizas, pero que para mí es realidad un literato llorándole a sus Wilde, Tolstoi y Dostoievski incendiados.
Me quedo con el muchacho sin playera apagando con desesperación el vehículo en llamas, ese desconocido al que nadie le dio las gracias y que al día siguiente no apareció en la nota policíaca.
Yo prefiero platicar con Luis, que quiere ser el Hombre Araña cuando sea grande, antes que escuchar las palabras vacías y falsas de cualquier político que hace del engaño un deporte, por lo menos Luis está convencido de lo que quiere y no miente sobre ello.
Doy gracias a Santiago porque además de demostrarme el poder de mis palabras desde mi oficio, me recordó lo muchísimo que amo aprender de los detalles, de cada sonrisa, lagrima o historia olvidada.
Porque definitivamente, el cosmos no es injusto conmigo, no puede existir un complot universal en contra de alguien que en su andar diario descubre tesoros inimaginables.
Aquí la historia de Santiago:
http://www.noroeste.com.mx/publicaciones.php?id=661397&id_seccion=6&fecha=2011-02-13
http://www.noroeste.com.mx/publicaciones.php?id=662532&id_seccion=1024&fecha=2011-02-17
el aire